jueves, 17 de mayo de 2007

Historia como profesión

La historia se profesionaliza en el siglo XIX, en un lugar específico, en un contexto determinado. El lugar: el medio universitario alemán. El contexto: una peculiar revuelta en contra del espíritu positivo francés, que intentaba convertir a la historia en un caso de la ciencia. Hubo allí un cambio de folio, sobre el que conviene iniciar una buena discusión. Para aprovechar en eso, adelanto alguna información esencial.

Siempre había habido personas que escribían historias, guiadas por propósitos cognitivos honestos. Estos esfuerzos, sin embargo, habían sido llevados, en forma individual, por amateurs. Esto cambió en Alemania, cuando Wilhelm von Humboldt creó la Universidad de Berlín, en el año de 1810, acordándole a la historia un lugar propio, que no había tenido antes. Hasta entonces la historia había sido un ramo menor, impartido al interior de las facultades de filosofía, derecho y teología. No había facultades o institutos de historia, ni cursos especiales para historiadores, ni especialistas que sólo se dedicaran a la historia. Esto cambió cuando toda esa sociedad vivió un generalizado vuelco hacia la historia, cuyas razones voy a comentar, quizás, un poco después. Pasó esto. A fines del siglo XVIII un grupo selecto de eruditos alemanes perfeccionaron una serie de técnicas que permitían analizar con máximo rigor documentos y textos del pasado, fundamentalmente los textos sagrados. El desarrollo de la gramática comparada, la epigrafía, la filología, la paleografía, la numismática, la arqueología, la hermenéutica (técnicas para la interpretación de textos), fue integrado, en un cuerpo coherente, por Niebuhr, a principios del siglo XIX, cuando nosotros pasando las aflicciones políticas de fines de la etapa colonial. Gracias a ello se perfeccionó lo que nosotros vamos a conocer como el “método crítico”: un conjunto razonado de procedimientos que permiten realizar un estudio riguroso y controlado de fuentes, gracias al cual es posible establecer sobre bases seguras (aunque no indiscutibles) la verdad de los hechos.

El método crítico nos aportaba el recurso que necesitabamos para terminar con una mala costumbre de la historia.

Antes de que hubiera historia profesional (y profesionales de la historia) primaba un concepto de la historia como “maestra de la vida”. ¿Qué quiere decir Koselleck, autor de la etiqueta, con esta idea?. La historia de la etapa amateur se interesaba en la verdad del pasado. Como no. Pero la transmisión de esas verdades al lector no era el único propósito que guiaba a los historiadores pre-profesionales. Importaba, tanto como el esfuerzo de veracidad en la configuración de los hechos, extraer de ellos ejemplos que nos enseñaran como vivir mejor en el presente. ¿Quiénes escribían o enseñaban historias? La historia era un consumo suntuario que se permitían solamente los aristócratas: se la usaba como un receptorio de enseñanzas y ejemplos que permitieran educar las mentes más jóvenes.

Pues bien, para construir discursos que aleccionen bien a los hijos de la elite, no se necesitaba un trabajo erudito demasiado atildado. Solamente disponer de una buena pluma, habilidades para argumentar, para seducir, en suma, para formar.... ¿Importante que el manejo de la información sea confiable? No necesariamente. Lo importante es que los hechos colaboren a la tarea de dejar una buena lección moral.

Eso planteaba un problema con la cuestión de los datos. Los historiadores anteriores eran grandes escritores. Qué duda cabe. Pero el trabajo en los archivos no era su fuerte. Ellos, la verdad, no mostraban mucho interés en bucear en fondos documentales para establecer hechos sobre bases seguras; porque para ellos los hechos mismos no eran un objetivo por sí mismos: los miraban solamente como munición para sus alegatos sobre el presente. Gracias al trabajo de Niebuhr los hechos comenzaron a tener centralidad, tanta que von Humboldt decide transformar a la historia en una disciplina con domicilio propio.

En un principio se trabó un fuerte debate dentro de la universidad de Berlín. La historia siempre había tenido un papel subalterno, desde los tiempos de Aristóteles. Ahora que von Humboldt había decidido subirle el pelo, liberándola de sus tutelas, quedaba todavía por ver a qué tipo de especialistas había que asignarle su desarrollo. ¿A esos eruditos que estudiaban la paleografía o la numismáticas? ¿a los literatos? Quizás la solución más obvia era pasarle la responsabilidad a la figura más conocida y respetada de la universidad de Berlín, que hecho un trabajo admirable transformando a la historia en el medio que necesitaba su gran proyecto filosófico para afirmarse. Me refiero, por cierto, a Hegel. ¿Se le daría a él y sus discípulos la tarea de iniciar la disciplina? Pronto von Humboldt advirtió la necesidad de dejar el estudio del pasado a un tipo distinto de investigador, encarnado como nadie en la figura de Ranke.

La historia profesional, defendió, no podía ser entregada a manos de los filósofos. Menos si se trataba de Hegel. Hegel concebía la nueva disciplina, en fundación, de la manera conocida: su meta era estudiar la manera como el Espítu del mundo, lo absoluto, iba realizándose en el tiempo; recomendaba operar operar siempre deductivamente, partiendo de lo abstracto, para luego bajar a lo real en busca de ejemplos que validaran este esfuerzo de inteligencia especulativa. La intención general de Hegel primó en la universidad hasta el año de 1824, cuando otro profesor de la misma universidad publicó su clásica obra Historia de los pueblos romano y germano de 1494 a 1514, en la cual plantea un cuestionamiento fundamental a la ortodoxia dominante. La Idea, lo absoluto, señala Leopold von Ranke, existe y es su existencia el motor de los cambios históricos, la carne de la historia. Hegel tiene razón, pues, cuando asevera que la letra de la historia que viven los humanos es escrita, al final, por la pluma de Dios. Pero se equivoca en el camino. Para acceder a lo universal, como historiadores, es necesario operar inductivamente, estudiando con máxima preocupación las manifestaciones concretas de la Idea, sin intentar derivar de ello lecciones de ningún tipo, sin ningún propósito distinto que el logro de un conocimiento auténtico de lo concreto, como algo único, especial. Luego de estudiar lo concrete, si se quiere, podemos pasar al momento de la filosofía.... haciendo lo contrario de los filósofos: extrayendo las huellas de lo universal que se encuentran realizadas en lo singular. La filosofía, por si sola, es puro aire. ¿Algo cognitivamente estéril? Por cierto que no. Las generalidades que nacen de las mentes especulativas químicamente puras tienen un gran interés filosófico o lógico. Pero eso no cuentan como historia.

Vamos a conversar sobre todo esto. Importante tener en mente lo siguiente. Ranke quiere demostrar con su trabajo que la única misión del historiador es estudiar el pasado "tal como fue". Es ese trabajo menudo ese trabajo menudo con los detalles que los filósofos desprecian y que los historiadores anteriores desarrollan tan mal (porque casi no conocían los archivos, porque escribían sus textos iluminados usando bibliografía y fuentes secundarias, sin cuidarse de establecer la autenticidad de los datos que tomaban prestados con tanta ligereza) lo que deber resultar definitorio de nuestro ser profesional.
¿Qué resultados garantiza esta máxima? El propio Ranke nos dejó sus notables estudios para que nos formaramos una idea del tipo de historia que tenía en la cabeza (que quizás son mucho menos ‘rankeanos’ que las historias que el propio autor reclamaba como necesarias). Junto con eso, inventó un tipo especial de pedagogía. La historia, mantuvo, no puede enseñarse mediante lecciones expositivas. Se necesita ir al laboratorio, al taller, tal cual lo hacen todos los científicos. Nuestro taller, en este caso, son los cursos de seminario.

¿Cómo son esos cursos para investigadores? Ranke nuevamente fue a lo concreto. Lo mejor suyo afloró en el brillante seminario que impartió por décadas. Un seminario similar a los que ustedes conocen, en que los alumnos debían presentar los resultados de sus trabajos en archivos.

¿Algo novedoso? Sin dudas. Antes de que se formaran estos seminarios, rara vez historiador se cruzaba con un documento. A partir de entonces los documentos fueron la pieza fundamental, fueron casi todo para el historiador.

Los seminarios de Ranke causaron furor dentro y fuera de Alemania. En pocas décadas el modelo alemán de historia de historia científica se convirtió en el estandar de la profesión. Comenzaron a aparecer libros de textos, como los de Ernst Bernheim o de C.V. Langlois y Charles Seignobos, que intentaban homogeneizar nuestro lenguaje y nuestras metodologías, a partir de los postulados de los historiadores alemanes, a los que se suplementaba un último ingrediente: una dosis de positivismo, pasado por el tamiz del empirismo (que le quitaba ese fuerte sabor a metafísica que subsistía en el idealismo de los investigadores alemanes). Miles de estudiantes de distintas partes del mundo –como el chileno Valentín Letelier– optaron por culminar sus estudios de historia en las universidades de Göttingen, Heildelberg, Leipzig, Friburgo o Berlín a fines del siglo XIX. Allí pudieron encontrar, con creces, lo que sus países de origen no les ofrecían.

Como ha subrayado muy bien Novick, las universidades alemanas, a diferencia de otros centros académicos en Europa o América, no se sentían comprometidas con la tarea de formar sujetos adaptados a las exigencias morales y culturales del lugar; no querían formar católicos o buenas personas o grandes dirigentes (como sucedía con todas las universidades del mundo, incluidas las chilenas); ellas se habían fijado un ideal mucho más modesto (pero a la vez satisfactorio para las mentes más inquietas): no querían formar personas, solo investigadores; la búsqueda de un saber riguroso, racional, era su única meta; la búsqueda de la excelencia académica, en términos generalmente empíricos, más que teóricos, era su mandato.

Eran, además, notoriamente más baratas que cualquier universidad de cierto nivel en Europa, lo que no es poco decir, y ofrecían, a cambio de un sacrificio pecuniario razonable, muchísimo más que éstas: especialistas en todos los campos –numismática, paleografía, epigrafía...– y, en la cima del sistema, la figura magnifica y seductora del severo y autoexigente herr professor, en lugar de los seres poco significativos que poblaban las academias tradicionales.

Por las razones que fuera, el caso es que logró estructurarse un cierto consenso en torno a los postulados de la ‘escuela científica’ alemana. En las distintas universidades comenzaron a abrirse institutos de historia. Apareció dentro de ellas un tipo distinto de historiador. Ya no se trataba de un dilettante que hablaba del pasado con toda libertad. Los nuevos historiadores, inspirados en la imagen del maestro, eran funcionarios asalariados, que consagraban su vida a la investigación en archivos y al entrenamiento, en seminarios, de nuevas generaciones de investigadores. Los estudiantes de historia, a su vez, se transformaron en aspirantes a académicos. Debían estudiar cada uno de los períodos de la historia universal (debían recibir todos los conocimientos acumulados por las generaciones anteriores). Luego de eso, debían demostrar que dominaban bien el método crítico de los alemanes, realizando una tesis final. Luego de eso debían contribuir a esparcir el mensaje desde nuevos púlpitos universitarios y escribiendo en revistas especializadas para historiadores.

La historia se había convertido en una profesión, que necesitaba su propia teoría, algo distinto a lo que nos ofrecía Hegel, con su mayúsculo proyecto filosofante de historia universal. Detrás de todo esto hay presupuestos para regalar, que aflorarán cuando nos enredemos con el tema del historicismo.

viernes, 4 de mayo de 2007

Historias y ficciones: entrevista a Hayden White

En abril de 1995 Edmundo Paz Soldan entrevistó a Hayden White. Esta conversación fue publicada inicialmente en Lucero, una revista de estudios latino e iberoamericanos, editada en California, Estados Unidos, con una sensabilidad literaria. La entrevista tiene un valor especial. Paz Soldán llevó al entrevistado a explicarnos las diferencias que pueden existir, dentro de una perspectiva como la suya, entre las narrativas ficcionales y las históricas. Hay un muy buen planteamiento de su posición sobre la posibilidad de fundar el discurso histórico en un sustrato empírico, que conviene a quién quiera ahorrarse la lectura de textos en que estas ideas se encuentran un poco diseminadas.
PS: Let’s start with a simple question: what, for you, is a “fact”?HW: A “fact” is a linguistic statement, a purely linguistic phenomenon. It is a kind of utterance that has the aim of transforming an event into a possible object of knowledge. I make a distinction between “events” and “facts”. You do not find “facts” in reality. The distinction between the notion of an “event”, the nature of which we do not know, and the attempt to establish the nature of that event, and produce, therefore, a factual account of what it is, becomes blurred in most historical discourse, especially in the nineteenth century.

PS: Event today, historians talk about studying the “facts”.
HW: Yes. Going out and getting the “facts”, collecting de “facts” rather than constructing them. I have a more constructionist notion, which I think is more consistent with modern science. A “fact” is an event under a description. What the event is is what the description, the inquiry, is going to determine, and produce, thereby, the “fact”. The fact is a statement about the event.

PS: So, when you speaking about events, it would be unavoidable to fictionalize them.
HW: In the sense that “fictionalization” means to impose upon them a representation, which you then use as the basis. You have the events; you must describe them before proceeding to an analysis of them that would lead to the establishment of their nature, and therefore their factuality. So, insofar as there can be no event construed as a fact without description (verbal, or in the form of images of the event), “fictionalization”, in its broad sense, is going on all the time. By “fictionalization” I mean the provision of a description that transforms an event into a possible object of analysis.

PS: Beginning with Metahistory, your work as made a profound impact in historical and literary studies. How do you view Metahistory today?
HW: Metahistory is twenty-five years old, it is a book of a different historical moment. I am a relativist, so I see it within the context of its time, the concern of those times. The book has many flaws, many inconsistencies, even a few factual errors. It is a book of the structuralist moment; the effort was to try do a structural analysis of nineteenth-century historical discourse. I was trying to find out what was the kind of shared basis of these different discourses within this newly-defined field of historical study, [which was] claiming to be a kind of science. At that time, structuralism offered the most efficient theory of discourse, so I applied structuralist principles to history. The twist is that people think of history as the antithesis of structural analysis; so, in turning structuralist discourse theory onto historical discourse, [I] effected a reversal of some kind.
PS: But you still consider yourself a structuralist.
HW: Yes. But I do not regard it as a universally valid form of inquiry. It is one form of analysis of discourse among others. It is true that it does not capture some of the more interesting aspects of discourses –the places where the speaker of the discourse loses control, or contradicts himself or herself and is unable to perceive that. Derrida and de Man were especially good at catching the discourse as it betrays itself, as it subverts itself. I am interested in that, but I think that that determination can only take place against a prior structural analysis. Only against the determination of the dominant structure of the discourse can you see the ways in which the discourse swerves away, in some sense betrays its own subjectivity.
PS: Do you think that we have moved away too quickly from structuralism to post-structuralism?HW: In the humanities there is always a conventional hostility to structuralism, just as there is a hostility to “system” in general. The humanities operate under the myth of the creative genius, spontaneous inventiveness, and so forth. There is always a tendency to deride anything that smacks of “system”, or “systematicity”, that seems incapable of grasping vital or spiritual processes. I do not think it is ever possible for any discipline that aspires to the status of a science, however broadly construed, to abandon structuralism. If you do that, you are in anarchy, chaos. And, indeed, even chaos theory in physics requires a conception of structure in order to determine what will constitute an antithesis to it.
What structuralism offers to the humanities and the social sciences, and in this post-structuralism coincides with it, is the notion of codification. The way in which structures of meaning are produced by a clustering of codes, the way that Barthes demonstrates in S/Z. You get the production-of-a-meaning effect when you get two codes or more inhabiting a similar semantic space. Even deconstruction and post-structuralism require a concept of code, or metalanguage (the metalinguistic function is the coding function); what it does, then, is talk about the interferences, the disruptions in the seamlessness of the apparent coding function.
PS: Of all the critics that you quote, you seem to be particularly fascinated by Roland Barthes.
HW: Yes. I think Barthes was the most inventive theorist of criticism and reading. I think the humanities are ultimately about reading. We are not well-trained to teach people how to read. It is up to us to develop as many techniques as possible. The challenge today is to see to what extent visual, electronic imagery, and so forth can be brought under the regimes of reading. That was Barthes’ whole approach to criticism: how do you get more effective, more precise, more responsible techniques of reading?
PS: From Metahistory to the essays collected in The Content of the Form, it seems that you shift your concerns from historical discourse in particular, to narrative in general, narrative as a transcultural way of making sense of the world.HW: I am very much interested in the theory of narrative in general: myths, literary fictions, things of that sort; in fact, even the uses of narrative in philosophical and social sciences discourses. Yesterday, I read a story in Newsweek about an Australian psychiatrist who has invented “narrative therapy”, on the basis of a theory developed by Roy Schaeffer fifteen years ago. It is interesting to think that psychoanalysis, which was called the “talking cure”, now becomes not only to talk: now you have to perform a narrative.

I am really interested in the way meaning is produced. Affect and cognition always come hand-in-hand, to provide not only information but a certain affective set towards that information. That is why I study rhetoric.

PS: How would you be able to tell the story of your life without narrativizing it?HW: If you did, it would be a very strange story… Actually, it has been done. Sartre’s Les mots resists narrativity. He limits himself to talking about the first six or seven years of his life. He says “that’s all you need to know”. A structure is put into place; that is all you need to know. It is de-narrativized. Kafka’s stories also tend towards de-narrativization. Kafka has got a sense of the evaporation of the interiority. Narrative is absolutely necessary for anyone who sees a life as a process of interchange between some interiority and some external manifestation fo that interiority. Insofar as the modern self begins to lose a sense of its own depth, it tends to lose narrative coherence.

The efforts at de-narrativization oftentimes are products of scientists telling the stories of their lives. Primo Levi’s The Periodic Table is a good example.

PS: For you, historical discourse and narrativity are very related.
HW: Narrative coherence makes possible the entertainment of domain of experience in which real events actually have the forms of stories. The events are organized by the storyteller. A historical event, the philosopher Louis Mink always insisted on, is an event capable of being described in such a way that it can be an element of a story. What you will decide is an “event” is determined by whether it can be put into a story or not.

PS: What would the consequences be of projects such as Oliver Stone’s “J.F.K.”, in which fiction is freely mixed with real historical events?
HW: Everyone does that. You cannot tell stories of real events without mixing in some forms of fiction. In the case of Stone, what offended so many people was that Stone did openly what everybody else does and disclaims doing: “I am telling a true story. I can only do it by inventing some scenes”. By the way, I not think that “J.F.K.” is a good movie. “Schindler’s list” is a very good movie. These, of course, are Hollywood commercial films; whatever pretensions to art they can make, the important point is the difference between a great representation of the past, that utilizes fiction and mixes it with facts, and a mediocre one. The great historical representations that openly mix fact with fiction are the kind of things that you get in the great nineteeth-century novelists: Sthendal, Balzac, Manzoni, even in Walter Scott, who no one reads any more.
PS: The idea that you have of mid-nineteenth-century France comesfrom a historian like Michelet, or a novelist like Flaubert?HW: From both. But Flaubert is not trying to give the history effect; he is trying to give something much more like a sociology effect in a work like Madame Bovary. He conscious wants to suppress the narrative in order to give this clinical diagnosis effect. But it is a kind of history, too; it anticipates the Annales School of history. Flaubert is also interested in treating the present as history, as sustaining the impact of historic forces in a discrete time period, whereas Michelet is fascinated by the past, he carries the present back to the past.

PS: I always thought of the future as the place where we project our fears and desires. You seem to think that the past is also a place where we project those fears and desires.
HW: Every culture is interested in the past in some way, but fetishzing of the past is distinctively Western European, or, you know, from Greece. We have to account for the fascination with the past, for the kind of value that is attribued to the knowledge of the past –so much so, that a profession has been set up to study the past. The interesting question is: how do you make the past desirable?– so desirable that some people would actually come to be antiquarians, would come to value anything that is old over anything that is new.

You see very different kinds of fascination with the past. It could be a pseudo-scientific one, like Braudel or the Annales historians. Or a clinical one, like Flaubert, analyzing the absurdities of provincial life in the age of industrialization.


PS: Your work has been very influential in the field of Latin American literary studies, specially in Colonial literary studies, where we have a canon almost totally made up of works originally considered as historiographical documents: Colón, Cortés, Bernal Díaz, to name a few.HW: It is only a result of the nineteenth century that the literary imagination and kind interest in the facts of real life were regarded in some sense as against one another. Right until the eighteenth century historical discourse was regarded as a mode of discourse, as a mode of writing utilizing particular kinds of information but always continuous with the literary interest or program. You have to ask yourself what is the status of this rigid division between the literary and the historical that begins most effectively with Ranke, and becomes a kind of dogma right on down to the present. This is the result of the effort of history to appear to be an “objective” science, as if objectivity were in some sense not to be found in literary writing that Flaubert does, can lay a claim to objectivity that, if anything, is even stronger than what most historians of the nineteenth century produced.
PS: Do you think that your work, or Michel de Certeau’s, have made an impact in people writing history today?
HW: Not so much. If historians are going to continue to lay claim to be some kind of objective discipline, they have to block out certain awareness of their own conditions of production. That is what de Certeau says: since its foundation as a kind of science or discipline in the nineteenth century, history as always cultivated a certain kind of repression that is necessary to do its work.

PS: What are you currently interested in?
HW: I am interested in the decadence of social theory. Sociology is pretty much washed up today because it has lost its object: no one knows where to find society anymore. Anthropology? You are going to study culture, right? But where is culture? And who can believe in Economics as a science? The social sciences are in a state of very fertile decay. That is why the anthropologists are going through this soul-searching period. All of them are writing their memoirs, their confessions… We are at a very interesting moment in which all of the disciplines in the humanities and the social sciences have to be reinvented, reconceptualized, in the light of a genuine globalization: population growth, transformation of the environment, all these things. So, I think that it is a good time to look upon the paradigms that are being dismantled.
PS: The last question: which writers, or narratives, move you?HW: The historian that I really admires most was de Certeau. He was a really great historian, especially his last book, The Mystic Fable. My model of a great historical writing was Huizinga. But I do not read much history now. I am not much interested in philosophy either, as I once was. I am interested in the problematization of discourse. I have returned recently to the reading of the great modernists: Eliot, Joyce, Proust, Woolf. I regard their experiments with voice, and their attitude towards writing, as revolutionary: something that has made possible a whole different take on the nature of culture, the nature of the past. Walter Benjamin still fascinates me, especially his later earlier work. I think Derrida is a great writer, althought I cant’t keep up: he writes too quickly for me. I like novelists such as Robert Coover and Don DeLillo, whose book about Lee Harvey Oswald, Libra, is very sophisticated in its fusion of fiction and fact. I can’t get enough of Borges: I reread him all the time. I used to be interested in Octavio Paz, but not anymore. I recently started reading mor and more the Boom novelists, like Vargas Llosa; I like them because they problematize history, although I am not much interested in Fuentes. There is something old-fashioned about him, even though he is always up-to-date. I also like some Brazilian sociologists and philosophers, like Luiz Costa-Lima, who deal with this question of, as they put it, how to be modern in the tropics.